Seguramente, muchos de los lectores habrán oído hablar de Medellín, una
ciudad colombiana situada en un precioso valle, regada por centenares de
arroyos y cruzada por el Río Aburrá, rodeada por dos altivas cadenas montañosas
y rica en árboles y en verde, poblaba por gentes emprendedoras y amables.
Ciudad que se transforma a pasos agigantados hacia la creatividad y que aspira
a que sea nombrada como la ciudad más innovadora del mundo (en lucha
finalista con Nueva York y Tel Aviv, ver http://online.wsj.com/ad/cityoftheyear).
Pero me temo que más bien identificarán a la ciudad como la tristemente famosa
sede del cartel de Medellín, la violenta ciudad de la cocaína y el
narcotráfico. Entre estos dos mundos opuestos se mueve la primera película del
director Juan Alfredo Uribe, que abre el ciclo de películas colombianas en el
año 2013. Según comenta el director, escribió el guion basado en una obra de
teatro inédita, experimentando un proceso de varios años en el cual evolucionó,
desde ser una historia violenta al estilo de las del mundo del sicariato, para
convertirse más bien en un relato de amor, en el cual la ciudad se vuelve
protagonista, dejando ver sus verdes, sus luces, sus sitios recónditos y encantadores,
sus hechos urbanos, su música, su arquitectura y su arte.
El protagonista es un hombre joven e inmaduro, sin ningún plan de vida,
sin trabajo, sin estudio, que se la pasa entre su hogar, curiosa mezcla de
racionalidad y disfuncionalidad, su equipo de microfútbol y sus amigos
deportivos. De una forma más bien improbable y traída de los cabellos, termina
convertido en cómplice de un secuestro hasta verse, como era de esperar, metido
en una espiral de complicaciones que, en una forma todavía más incoherente, lo
llevan al amor, a la madurez, a la sensatez, a la refinación y al gusto por el
orden, por lo sensible y lo musical.
Es lo azul del cielo, ese espacio profundo, infinito, que aparece de la
nada, luego de que se agotan las tormentas y sus oscuros nubarrones. Bien
improbable es que un joven indisciplinado, casi criminal, se transforme en un
ser capaz de degustar la música clásica y de amar con gentileza y respeto a una
mujer confiada y soñadora.
¿Entonces qué ha hecho el guionista-director? ¿Desarrollar una historia
que se adivina incoherente y poco convincente? O, quizás, proponer en ella una
metáfora de nueva ciudad, que surge de las cenizas de la superficialidad
materialista, de la búsqueda del dinero fácil, del rebusque malicioso, del
machismo intolerante, de la miseria y de la violencia casi inevitables, para
convertirse, como por arte de magia, en una de las ciudades más sorprendentes
del mundo.
Como vivo en esta ciudad y como sueño con el azul de sus cielos, que se
deja ver matizado por sus verdes montañas, me dejé enganchar por esta historia,
dejando de lado los racionalismos y cierto espíritu caníbal, que nos lleva a la
autodestrucción y al menosprecio de los intentos que hacen sus habitantes, como
es el director Juan Uribe, para hacer de la ciudad y de sus leyendas algo
valioso y memorable. Es en esta forma que el cine universal nos ha hecho
ciudadanos de Nueva York, Estambul, Praga o Venecia, llevándonos por sus
calles, sus parques, sus hitos urbanos, de la mano de infinidad de historias,
que se van contando; unas permanecen, otras se van perdiendo en el tiempo. Pero
la ciudad queda para el recuerdo ilusionado, si la conocemos, o para el deseo
de visitarla algún día.
Debe destacarse en este filme el aspecto musical. Seguramente ello tiene
que ver con el trabajo de Peter Golub, compositor que ha intervenido en varios
largometrajes de prestigio. La música es un elemento vital en esta metáfora de
hombre-ciudad que se transforma. En su banda sonora se ha dado oportunidad a
talentosos músicos locales para que sus obras e interpretaciones hagan parte
del mundo del cine. La ciudad ha venido creciendo musicalmente y en ello se
recrea Lo azul del cielo, varias de cuyas escenas mejor
logradas transcurren en algunos de los exquisitos lugares que esta ciudad ha
reservado para la música.
Hacia el final, uno de los personajes decide consolar a la protagonista,
que está muy triste por lo que le ha pasado al perder su enamorado. Para ello,
le cuenta dulcemente un cuentecito, como si se tratara de un padre que le lee a
su hijo una historia antes de dormir. Entonces empieza un momento mágico y
novedoso, pues el cuentecito aparece en la pantalla con palabras bellas e
imágenes a modo de stop motion, basadas en el story board de la
película. Un remate esperanzador para contribuir, de alguna forma, a resolver
la violencia y el sufrimiento: dejar que se disuelvan en una historia contada,
en un mito, en arte que se desliza y que se vuelve imagen de cine.
Por
otra parte, una cosa son los sueños y, otra, las realidades. Como bien se
advierte en la película, las cosas no son tan fáciles ni tan musicales y
armoniosos los espacios. Los malos espíritus ciudadanos no solamente mueren
cuando caen los sicarios y los bandidos, sino que reencarnan en espirales de
violencia que anuncian continuas tormentas y nubarrones en los cielos de una
ciudad como esta, con tanta fuerza que puede arrastrar a todos sus habitantes.
Las tareas y las responsabilidades de la innovación van más allá de los buenos
deseos, deben convertirse en creaciones permanentes. Hacer cine local,
disfrutar del cine local, comentar el cine local, contribuye a crear una idea
estable y permanente de la ciudad que vale la pena. Me atrevo a pensar que a
eso le apunta Lo azul del cielo, y por ello habría que verla
y sentirla. http://www.elespectadorimaginario.com/lo-azul-del-cielo/
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